De empatía y cooperación: cómo la mala biología asesinó a la economía



Por Frans de Waal* (Bolduque, Países Bajos, 1948) | Traducción al español por Isaac Vázquez** (@Itzhak_Vazquez)


El Director Ejecutivo de Enron —ahora en prisión— aplicó con entusiasmo la lógica del “gen egoísta” al personal de su empresa, creando una profecía que se cumplía por sí sola: asumiendo que la especie humana es motivada exclusivamente por la avaricia y el miedo, Jeffrey Skilling moldeó empleados conducidos por exactamente los mismos motivos. Años más tarde, Enron implosionó bajo el peso de sus políticas perversas, ofreciendo así una vista previa de lo que esperaba a la economía mundial como un todo.

Admirador declarado de la visión genetocentrista de la evolución de Richard Dawkins, Skilling pretendía imitar a la selección natural categorizando a sus empleados en una escala del uno al cinco, siendo uno el mejor empleado y cinco el peor. Cualquiera que alcanzara una nota de cinco era despedido, pero no sin antes haber sido humillado en un sitio web que contenía su imagen. Bajo esta política de “clasifica y purifica”, las personas demostraron estar perfectamente dispuestas a destruirse las unas a las otras. El ambiente corporativo estaba marcado por la deshonestidad rampante dentro de la compañía y por la explotación descarnada fuera de ella.

De cualquier modo, el problema más profundo yacía en la visión que Skilling tenía de la naturaleza humana. El libro de la naturaleza es como la biblia: todos leen en ella lo que quieren, desde la tolerancia hasta el racismo y del altruismo al egoísmo. Aun así, es bueno darse cuenta de que, aunque los biólogos no paren de hablar sobre competencia, ello no quiere decir que la promuevan y de que, si llaman a un gen “egoísta”, esto no quiere decir que los genes de hecho puedan serlo. Los genes no son más egoístas de lo que un río puede ser “furioso” o los rayos del sol “amorosos”. Los genes son pequeñas secciones de ADN. A lo más, se promueven a sí mismos, porque los genes exitosos ayudan a los organismos que los portan a diseminar más copias de ellos.

Como muchos antes de él, Skilling compró completita la metáfora de que, si nuestros genes son egoístas, nosotros también debemos serlo. Se le puede perdonar, sin embargo, porque, aunque eso no es lo que Dawkins quiso decir originalmente, es difícil separar el mundo de los genes del mundo del comportamiento humano si los términos que utilizamos mezclan a ambos deliberadamente. Separar a los dos mundos es un gran reto para cualquiera interesado en lo que la evolución significa para la sociedad. En tanto la evolución avanza por eliminación, se trata necesariamente de un proceso implacable. Aun así, no tenemos razones para creer que sus productos deben ser también implacables. Muchos animales sobreviven siendo pro-sociales y manteniéndose juntos, lo que implica que no pueden seguir el principio de “la supervivencia del más fuerte” al pie de la letra: los fuertes necesitan de los débiles. Y esto aplica también a nuestra especie, al menos cuando nos damos la oportunidad de sacar a relucir nuestro lado cooperativo.

Como Skilling, muchos economistas y políticos ignoran y suprimen este lado nuestro. Modelan a la sociedad humana pensando en el conflicto perpetuo que, según ellos existe en la naturaleza, pero que en realidad no es más que una mera proyección. Como los ilusionistas, ellos lanzan el conejo de sus prejuicios ideológicos dentro del sombrero de la naturaleza, y lo sacan de él tomándolo por las orejas para demostrar que “el orden natural está de acuerdo con ellos”. Hemos caído en este engaño por mucho tiempo. Obviamente, la competencia es parte del panorama, pero los seres humanos no podemos vivir valiéndonos solamente de ella.

Yo miro el asunto como biólogo y primatólogo. Uno podría creer que el biólogo no debería meter sus narices en debates de política pública, pero en tanto la biología ya es parte de ellos, es difícil mantenerse al margen. Los amantes de la competencia abierta no pueden resistirse a invocar la evolución para defender sus argumentos. La palabra incluso se coló en el infame discurso sobre la avaricia de Gordon Gekko, el buitre corporativo interpretado por Michael Douglas en la película Wall Street: “El punto es, damas y caballeros, que la «avaricia» a falta de una palabra mejor, es buena. La avaricia está bien. La avaricia funciona. La avaricia clarifica, traspasa y captura la esencia del espíritu evolutivo.”

¿El espíritu evolutivo? en las ciencias sociales, la naturaleza humana suele representarse recurriendo al añejo proverbio hobbesiano Homo homini lupus (“el hombre es el lobo del hombre”) que es ya en sí misma una aserción cuestionable sobre nuestra propia especie, basada en supuestos falsos sobre otra especie. Un biólogo explorando la interacción entre sociedad y naturaleza humana no está haciendo nada nuevo. La única diferencia está en que, en lugar de tratar de justificar un marco ideológico en particular, el biólogo posee un interés auténtico en la pregunta de qué es la naturaleza humana y de dónde vino. ¿Es realmente el espíritu evolutivo solamente una cuestión de avaricia, como sostuvo Gekko, o hay algo más allá?

Esta forma de pensar no es una cosa propia de personajes de ficción. Escuchen a David Brooks en una columna del New York Times donde se burlaba de los programas sociales del gobierno: “Dado el contenido de nuestros genes, el carácter de nuestras neuronas y las lecciones de la biología evolucionista, está claro que la naturaleza está llena de competencia y conflictos de interés.” Los conservadores adoran creer en esto, aunque la gran ironía está en que su amorío con la teoría evolutiva tiene realmente poco que ver con un auténtico entendimiento de ella.

En el debate presidencial de 2008, no más de tres candidatos republicanos alzaron la mano cuando se les preguntó: ¿quién no cree en la evolución?. Los conservadores estadounidenses son darwinistas sociales más que darwinistas de verdad. El darwnismo social rechaza la posibilidad de ayudar a los pobres y los enfermos, en tanto la naturaleza pretende que ellos vivan por sí mismos o, si no lo logran, que perezcan. No importa que algunas personas no tengan seguro médico por no poder pagarlo —argumentan— mientras los que sí puedan pagarlo lo tengan. El senador Jon Kyl de Arizona fue todavía más lejos, causando revuelo en los medios y protestas en su estado natal, cuando votó en contra de la asistencia social para madres. Él nunca había tenido necesidad de ella, explicó.

La lógica de “la competencia es buena para ti” ha sido extraordinariamente popular desde que Reagan y Thatcher nos aseguraron que el libre mercado se encargaría de todos nuestros problemas. Desde el desastre económico de 2008, está visión se ha vuelto visiblemente menos popular. La idea era genial, pero su relación con la realidad era bastante pobre. Lo que los propagandistas del libre mercado omitieron fue la naturaleza intensamente social de nuestra especie. Les gusta presentar a cada individuo como si estuviese aislado del resto, pero el individualismo puro no es para lo que estamos diseñados. Empatía y solidaridad son parte de nuestra evolución. Y no solo una parte reciente, sino una parte antigua que compartimos con muchas otras especies animales.

Gran cantidad de grandes avances sociales —democracia, derechos iguales, seguridad social— se han materializado a través de lo que solía llamarse “sentimiento de compañerismo”. Los revolucionarios franceses reivindicaban la fraternidad, Abraham Lincoln apelaba a los lazos de simpatía y Theodore Roosevelt habló con brillantez del sentimiento de compañerismo como de un factor importante para producir una vida política y social saludable. El fin de la esclavitud es particularmente ilustrativo. En sus viajes al sur, Lincoln observó esclavos en grilletes y esa imagen le atormentó durante mucho tiempo, según llegó a contar en correspondencia con un amigo suyo. Esos sentimientos lo motivaron a él y a muchos otros a combatir la esclavitud. Podemos considerar también el debate actual acerca de la seguridad social en los Estados Unidos, en el cual la empatía juega un rol prominente e influye en el modo en que reaccionamos, como cuando senitmos compasión por la miseria de la gente que ha sido rechazada por las instituciones de salud o que ha perdido su seguro médico. Consideremos el término mismo: la llamamos “seguridad social”, no “negocio social”, señalando así la importancia del cuidado mutuo por encima del lucro.

¿Primates con moral?

Es obvio que la naturaleza humana no puede ser entendida aparte del resto de la naturaleza y aquí es donde entra la biología. Si miramos a nuestra especie sin dejarnos cegar por los avances técnicos del último par de milenios, vemos una criatura de carne y hueso con un cerebro que, aunque tres veces más grande que el de un chimpancé, no tiene en realidad ninguna parte nueva. Aunque nuestro intelecto sea superior, no parecemos tener necesidades o deseos básicos que no podamos observar en nuestros parientes cercanos en el reino animal. Como nosotros, ellos luchan por el poder, disfrutan el sexo, desean seguridad y afecto, asesinan para ganar control sobre el territorio y valoran la confianza y la cooperación. Sí, usamos teléfonos celulares y piloteamos aviones, pero nuestra configuración conductual parece ser esencialmente la de un primate social.

Sin declarar que el resto de los primates son ya seres morales, no es difícil reconocer los rudimentos de moralidad que exhiben en su comportamiento. Estos pilares se resumen en aquella regla de oro que trasciende religiones y culturas: “trata a los otros como quieres que te traten”. Esta frase aúna la “empatía” (atención a los sentimientos de los otros) y la “reciprocidad” (si otros siguen la misma regla, serás tratado bien). La moralidad humana no podría existir sin empatía y reciprocidad —tendencias que encontramos en nuestros camaradas monos—.

Después de que un chimpancé ha sido atacado por otro, por ejemplo, algún testigo se acercará a abrazar gentilmente a la víctima hasta que se calme. La tendencia a consolar es tan fuerte que Nadia Kohts, una científica rusa que hace un siglo crió un chimpancé desde joven, contaba que, si el monito escapaba al techo de la casa, había solo un modo de hacerlo bajar: esgrimir un poco de comida no bastaría. Lo único que la cientifica podía hacer era sentarse en el piso y lloriquear como si estuviera sufriendo dolor. El joven mono bajaría apurado del techo y la rodearía con sus brazos. Aparentemente, la empatía de nuestro pariente más cercano supera fácilmente su deseo de comer una banana.

El consolar ha sido estudiado extensivamente en cientos de casos, en tanto es un comportamiento común y predecible entre primates. De manera similar, la reciprocidad es visible cuando un chimpancé comparte alimentos con aquellos que recientemente lo han acicalado o apoyado en sus luchas por el poder. El sexo es frecuentemente parte del paquete. Se ha observado como machos salvajes corren el enorme riesgo de asaltar plantaciones de papaya para obtener deliciosas frutas que puedan ofrecer a hembras fértiles a cambio de copular. Los monos saben cómo cerrar un trato. 

También hay evidencia de tendencias pro-sociales y un sentido de justicia. Los chimpancés abren voluntariamente una puerta que da a un compañero acceso a alimento y los monos capuchinos parecen buscar cosas que resulten gratificantes para otros, incluso si no obtienen nada ellos mismos al hacerlo. Hemos demostrado esto al poner a dos monos lado a lado, separados, pero visibles el uno para el otro. A uno se le requiere negociar con nosotros usando fichas de plástico. La prueba de fuego llega cuando les ofrecemos la alternativa entre dos fichas con colores y significados diferentes: una ficha era “egoísta” y la otra “pro-social”. Si el mono negociador elegía la ficha egoísta, recibía un pequeño trozo de manzana por devolverla, pero su compañero no recibía nada. La ficha pro-social, en cambio, recompensaba a ambos monos en la misma magnitud, al mismo tiempo. A final de cuentas, los monitos desarrollaban una preferencia clara y abrumadoramente mayor por la ficha pro-social.

Repetimos el procedimiento muchas veces con diferentes parejas de monos y diferentes conjuntos de fichas, y resultó que los monos seguían eligiendo las fichas pro-sociales. Esta elección no estaba basada en el miedo a posibles repercusiones, porque nos dimos cuenta de que los monos más dominantes (quienes por lo general experimentan menos miedo) eran los más generosos. Por el contrario, pareciera que para los monos ayudar a los otros es agradable en sí del mismo modo en que los humanos se sienten bien haciendo bien a los demás.

En otros estudios, los monos estarán contentos de realizar una tarea a cambio de rebanadas de pepino hasta que se percaten de que otros haciendo lo mismo reciben uvas, que saben mucho mejor. Entonces, se agitan, lanzan por los aires sus insípidos pepinos y se van a huelga. El pepino se ha vuelto indeseable simplemente como resultado de ver a un compañero recibir diferente pago por el mismo trabajo. Pienso en esta reacción cada vez que oigo críticas a los suntuosos bonos que reciben quienes trabajan en Wall Street...

¿No muestran estos primates los primeros signos de un orden moral? De cualquier modo, mucha gente prefiere pensar a la naturaleza como “cruel y despiadada” y nunca parece haber duda de la continuidad entre humanos y otros animales cuando se trata de mal comportamiento: cuando los humanos mutilan y asesinan a otros, no dudamos en llamarlos “animales”, pero cuando se trata de comportamiento más noble, preferimos pensarlo que solo los humanos podemos comportarnos así. Al momento de estudiar la naturaleza humana, hacer esto es una estrategia perdedora porque excluye la mitad de nuestros antecedentes. Con cada vez más respaldo en la investigación animal, lejos de ser producto de la intervención divina, este lado solidario y más agradable de nuestro comportamiento es también parte de la evolución.

Todos estamos familiarizados con la manera en que los mamíferos reaccionan a nuestras emociones y con la manera en que nosotros reaccionamos a las suyas. Esto crea el tipo de vínculo que hace a millones de nosotros compartir nuestras casas con perros y gatos en lugar de hacerlo con tortugas e iguanas. Las segundas son igual de fáciles de mantener, pero carecen de la empatía que necesitamos para sentir apego.

Los estudios animales en materia de empatía están en auge, incluyendo estudios sobre cómo los roedores se ven afectados por el dolor de los otros. Las ratas de laboratorio son más sensibles al dolor una vez que han visto a otro ratón sufrir. El contagio del dolor ocurre entre ratones que comparten hábitat, pero no entre ratones que no se conocen. Este es un sesgo típico de la empatía humana: entre más cercanos seamos de alguien, y entre más nos parezcamos, más fácil resulta experimentar empatía.

La empatía halla sus raíces en la mímica corporal básica, no en las regiones más altas de la imaginación o en la habilidad de reconstruir conscientemente cómo nos sentiríamos si estuviéramos en el lugar de alguien más. Todo comienza con la sincronización de los cuerpos: correr cuando otros corren; llorar cuando otros lloran; bostezar cuando otros bostezan. La mayoría de nosotros ha alcanzado la increíblemente avanzada etapa en la que podríamos bostezar incluso cuando se menciona la palabra “bostezo”, aunque esto ocurre solo luego de mucha experiencia cara a cara.

El contagio del bostezo funciona en otras especies también. En la Universidad de Kyoto, los investigadores mostraron a monos de laboratorio bostezos videograbados de monos salvajes. Pronto, los chimpancés de laboratorio estaban bostezando como locos. Con nuestros propios monos, hemos ido un poco más lejos. En lugar de mostrarles imágenes de monos reales, reproducimos imágenes tridimensionales de una cabeza similar a la de un mono que realizaba movimientos parecidos a los del bostezo. Como respuesta, los monos bostezaron con una apertura máxima de sus bocas, cierre de ojos, e inclinación de la cabeza como si fueran a quedarse dormidos en cualquier momento. 

El contagio de los bostezos refleja el poder de la sincronización inconsciente, que está profundamente inserta en nosotros, así como en otros animales. La sincronía se expresa en el copiar pequeños movimientos corporales, como un bostezo, pero también ocurre en escalas más grandes. No es difícil apreciar su valor de supervivencia. Eres un ave en medio de su parvada y uno de tus compañeros emprende el vuelo de repente. No hay tiempo para averiguar qué está pasando, así que despegas tú también en el mismo instante. Si no lo hicieras, seguramente te arriesgarías a convertirte en la comida de alguien. El contagio del humor sirve para coordinar actividades, cosa crucial para cualquier especie viajera (como lo son la mayoría de las especies de primates). Si mis compañeros se están alimentando, decido hacer lo mismo, ya una vez que se muevan, mi oportunidad de forrajear se habrá ido. El individuo que no está en sintonía con lo que el resto está haciendo se perderá de oportunidades valiosas, justo como las pierde el viajero que no va el baño cuando el autobús se detiene en la estación de servicio.

Criaturas Sociales

La selección natural ha producido animales altamente cooperativos y sociales que confían los unos en los otros para sobrevivir. Un lobo no puede abatir a una presa de gran tamaño sin la ayuda del resto de la manada y se sabe que los chimpancés en el bosque viajan más despacio para que sus compañeros o crías heridos o enfermos puedan seguirles el paso. Entonces ¿por qué aceptar la premisa de una naturaleza cruel y despiadada cuando tenemos prueba de lo contrario?

La mala biología ejerce una atracción irresistible. Aquellos que piensan que la vida es sobre competencia y nada más y quienes creen que es deseable que fuerte sobreviva a expensas del débil, adoptan con entusiasmo el darwinismo como una bella ilustración de su ideología. Ellos representan a la evolución —o al menos una mala versión de ella— como algo casi celestial. John D. Rockefeller concluyó que el crecimiento de un gran negocio es “meramente el desarrollo de una ley natural y una ley divina”, y Lloyd Blankfein, director ejecutivo de Goldman Sachs —la máquina de hacer dinero más grande del mundo— recientemente se describió a sí mismo como alguien que simplemente está “haciendo el trabajo de Dios”. 

Tendemos a creer que la economía fue destruída en 2008 debido a que se corrieron riesgos de manera irresponsable, por falta de regulación o por una burbuja en el mercado inmobiliario, pero el problema va más a fondo todavía. Esos eran solamente los pequeños aeroplanos rodeando la cabeza de King Kong. La falla última fue el señuelo de la mala biología que resultó en una desagradable simplificación de la naturaleza humana. La confusión entre cómo la selección natural opera y el tipo de criaturas que ha producido nos ha llevado a negar aquello que une a las personas. La sociedad misma se ha llegado a pensar como una ilusión. Como Margaret Tatcher lo puso: “No hay tal cosa como una sociedad —hay hombres y mujeres individuales, y hay familias—.”

Los economistas deberían releer el trabajo de su padre fundador, Adam Smith, quien concebía a la sociedad como una gran máquina. Sus ruedas son aceitadas por la virtud y es el vicio lo que las hace chirriar. La máquina simplemente no andará con suavidad sin un fuerte sentido de comunidad en cada ciudadano. Smith vio a la honestidad, la moralidad, la simpatía y la justicia como compañeros esenciales de la mano invisible del mercado. Su visión se basaba en concebirnos como una especie social, nacida en una comunidad y con responsabilidad con respecto a la misma comunidad.

En lugar de dejarnos llevar por falsas ideas acerca de la naturaleza, ¿por qué no prestar atención a lo que de hecho sabemos acerca de la naturaleza humana y sobre el comportamiento de nuestros parientes cercanos? El mensaje de la biología es que somos animales grupales: intensamente sociales, interesados en la justicia y suficientemente cooperativos como para haber llegado a tener éxito en el mundo entero. Nuestra gran fuerza yace precisamente en nuestra habilidad para sobreponernos a la competición. ¿Por qué no diseñar entonces una sociedad en la que esta fortaleza se exprese en todos los niveles?

Más que empujar a los individuos a confrontarse los unos con los otros, la sociedad necesita subrayar nuestra dependencia mutua. Esto podría verse también en el debate reciente acerca de la seguridad social en los Estados Unidos, donde los políticos juegan la carta del interés compartido señalando cuanto perderíamos todos —incluyendo los más opulentos— si fracasáramos en transformar el sistema y donde el presidente Obama jugó la carta de la responsabilidad social al llamar a la necesidad de cambio “una obligación moral y ética fundamental”. El mensaje es claro: el hacer dinero no puede convertirse en la única razón ser y finalidad de la sociedad. Y para aquellos que sigan mirando a la biología en busca de una respuesta, la pregunta fundamental pero raramente formulada, es por qué la selección natural nos diseñó para estar en armonía con nuestros compañeros humanos, para sentir malestar ante su malestar, y placer con su placer. Si la explotación de los otros fuera lo único que importara, la evolución jamás habría entrado en el negocio de la empatía. Pero lo hizo, y las élites políticas y económicas harían bien en apurarse a reconocerlo y asumirlo.
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Texto publicado originalmente en la revista digital Evonomics bajo el título «How Bad Biology is Killing the Economy». 
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* Frans de Waal es investigador de la Universidad de Emory especialista en psicología, primatología y etología. Es director del Centro de Vínculos Vivos del Centro Nacional de Investigación de Primates Yerkes. Es autor de nueve libros, entre ellos, "La política de los Chimpances" y "El mono que llevamos dentro".

** Isaac Vázquez es politólogo y psicólogo científico. Es presidente y cofundador de BPP A.C.

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