Ciencia y Poesía: aprender a ver



Por Isaac Vázquez* (@Itzhak_Vazquez)



“Habe ich es schon gesagt? Ich lerne sehen - ja, ich fange an. Es geht noch schlecht. Aber ich will meine Zeit ausnutzen.[…]”

¿Lo había dicho ya? Aprendo a ver- Sí. Apenas comienzo. Lo hago mal todavía. Pero me tomaré mi tiempo[..].
Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, Rainer Maria Rilke.

"If you can’t give me poetry, can’t you give me <<poetical science>>?”
Ada Byron en correspondencia a su madre



Es una obviedad decirlo, pero es necesario: hablar de arte implica asumir un referente, por lo menos implícito, de lo que el arte es. Y es precisamente aquí, en el reto de establecer una definición clara y unívoca, que se halla el que ha sido y sigue siendo el gran problema de toda discusión teórica en torno al arte. Se trata de una tarea difícil, pero también ineludible; cuando el debate intenta sortear esta dificultad mediante un salto argumentativo y evita aportar una definición explícita, el resultado suele ser algo similar a un diálogo de locos, en el que se discute y refuta lo que nunca dijo el otro.

Consideremos algunos ejemplos de definiciones de arte: la estética marxista [1];postula la imposibilidad del arte auténtico en tanto el hombre —el artista que lo crea— viva “bajo el reino de la necesidad”, entonces la poesía de François Villon, poeta popular de la Francia medieval, es arte espurio y la poesía de Paul Verlaine, bien conocido por la locura y precariedad que gobernaron su vida, es un arte vulgar. Desde la perspectiva positivista de Hyppolite-Adolphe Taine arte es todo aquello que reproduzca la realidad en sus justas proporciones y/o exprese una “cualidad fundamental” de lo que busca representar; entonces el cubismo de Bracque, Gris y Picasso, es corrupción deliberada del arte y la Fontaine de Duchamp es la cumbre de toda producción artística. La posmodernidad de Baudrillard y Vattimo ha ido todavía un paso más lejos; según ellos, ya se nos liberó de aquello que podemos entender por estética y por arte [2]. El arte no puede ser otra cosa que banalidad pura: ¡el arte ha muerto!, afirman.

Y es que, así como Nietzsche decretó la muerte de Dios, los filósofos de la posmodernidad decretan la muerte del arte. Y, sin embargo, yo diría que nadie ha podido hallar todavía su cadáver. Mas no es porque lo artístico como industria se haya encarnizado con él, arrancando pedazo a pedazo los despojos de sus viejas formas para reprocesarlas y convertirlas en meros objetos de consumo vacíos de todo significado; más bien, si no es posible hallar el cadáver del arte, es porque el arte no ha muerto o, tal y como ocurrió con Dios, su muerte constituye una imposibilidad técnica, pues en ambos casos se trata de objetos sin materialidad; de meras palabras que como toda palabra tienen un significado convencional, por lo que el arte solamente puede transformarse o “morir” en sus formas históricas concretas. El arte barroco, al arte neoclásico, al arte vanguardista y demás pueden morir. Pero el “arte”, sin segundos nombres, no puede hacerlo. Entonces, si el arte ha muerto, ¡viva el arte!

De lo que se trata es de repensar el arte sin mistificarlo, sin pensarlo como una cosa que está más allá del reino de lo natural y de lo comprensible. La declaratoria de muerte hecha por los posmodernos parte de criterios arbitrarios para definir la naturaleza del objeto de arte y se basa en una concepción historicista que —paradójicamente [3]— supone una evolución lineal y sucesiva de las corrientes artísticas. De la incapacidad de los paradigmas predominantes de la estética para explicar dentro de sí a las formas artísticas que se configurarían a partir del impresionismo durante la segunda mitad del siglo XIX, parece derivar la dramática necromanía de la posmodernidad, que no hace más que dificultar una comprensión útil de las posibilidades de lo artístico en la realidad contemporánea. 

Entremos en detalles. ¿Qué es el arte? ¿para qué sirve? ¿cómo lo entendemos? ¿por qué las personas hacen arte? La primera propuesta es la de asumir que “la esencia” del arte no reside en ningún atributo que sea inherente al objeto de arte en sí mismo, como podría ser la técnica utilizada, el estilo o los materiales con los que se elaboró, sino que el arte se constituye como tal solo a partir de y durante el acto en el que el sujeto le atribuye un significado.

Como punto de partida de nuestro argumento, construimos una definición: si el arte es, esencialmente, una expresión ideológica —una representación de “la manera de ver el mundo” del artista asumimos que la ideología es, a su vez, en su forma maximalista, un conjunto de proposiciones cuyo contenido viene dado por la historia y el contexto sociocultural y de aprendizaje en los que el sujeto existe y ha existido. Nos explicamos de un modo u otro el amor, la muerte, la enfermedad, la felicidad, el placer, el nacimiento, la naturaleza y demás eventos y fenómenos mundanos. Para evitar entrar en los detalles acerca de los mecanismos del aprendizaje y la conducta adaptativa, pensemos que ese conjunto de suposiciones —que llamaremos de aquí en adelante “marco cognitivo”—, en sus extremos ideales, puede ser plenamente social— compartido por todo un grupo humano— como en caso de comunidades pequeñas o etnias cuya interacción con productos y personas provenientes de otros sustratos culturales es inexistente, o plenamente individual —exclusivo de un individuo en particular— como alguien que hubiera crecido sin interactuar jamás con otro ser humano, sin escuchar una canción o sin poder leer un libro. 

Si las subunidades básicas de cualquier marco cognitivo son los conceptos, todo objeto de arte es necesariamente conceptual, pues requiere de un marco cognitivo que funja como referente para poder ser interpretado; no existe ningún objeto de arte en sí, sino que su existencia ocurre hasta y durante el acto en el que es percibido por alguien y en ese alguien el objeto simplemente evoca algo. La palabra “schade” puede no evocar nada para un hispano que no sea hablante del alemán, así como la palabra “tristeza” puede no evocar nada para un germano que no sea hablante del español. Esto, por lo demás bastante sencillo, ilustra que aquello que un objeto pueda hacernos sentir y pensar depende fundamentalmente de nuestra historia de aprendizaje individual, que a su vez es moldeada por el entorno sociocultural. Entonces cobra sentido la frase de Formaggio: “Arte es todo aquello que los hombres llaman arte”.

En este punto, la definición pareciera una argucia intelectual para defender el que se exhiban aspiradoras en las mamparas de los museos; el decir que “todo puede ser arte” se antoja como una forma de establecer un fundamento arbitrario e imbatible que logre esquivar las complicaciones de profundizar en torno al tema de la “esencia constitutiva” del objeto de arte, pero es todo lo contrario. De hecho, la ventaja de esta definición estriba en anclarse en lo que sabemos acerca de nuestra naturaleza en tanto criaturas biológicas pertenecientes al reino natural. 

El arte tiene que ver con la manera en que aprendemos a ver el mundo. Si miramos a lo que supone la antropología era la función original del arte, veremos que, la mayor parte de su historia, las que llamamos “obras artísticas” estuvieron relacionadas con la expresión de una forma de ver el mundo, con una “cosmovisión”.

Para afirmar esto nos remontamos al periodo paleolítico, de donde datan los primeros objetos que convencionalmente son considerados arte, como la Venus de Willendorf. Aunque no podemos saberlo con certeza, pareciera que en aquel entonces todo objeto de arte poseía un significado funcional en términos de un fin ritual/mágico/religioso que solamente puede ser comprendido tomando como sustrato de ese significado al universo simbólico ̶ la poética ̶ del pueblo que lo creaba. Además, hace falta tomar en cuenta que la religiosidad muchas veces aportaba narrativas integrales para explicarse la vida: desde las ánimas que dotaban de vida a plantas y animales, hasta los dioses que castigaban con desastres naturales a los pueblos impíos, la religiosidad permeaba en prácticamente todas las dimensiones de la vida personal y social y era el lente a través del cual se aprendía a ver el mundo. Podría decirse que todavía durante la Edad Media las cosas se mantenían de una manera relativamente similar, y el arte poseía una finalidad funcional de corte exclusivamente religioso [4].

Si tomamos esto en cuenta, tal vez no sea una mera coincidencia que el estilo con el que se decreta la muerte del arte evoque el estilo del decreto de la muerte de Dios; podría decirse que Dios es una suerte de expresión (¿invención?) poética y que fue el poetizarcomo forma de logificar— de dotar de sentido— a la realidad lo que lo engendró. A causa del proceso de secularización, en occidente se transformaron de manera radical los alcances utilitarios de la religiosidad en la realidad cotidiana y se liberó al arte de su significación utilitaria religiosa; la “muerte” de Dios como fundamento para la comprensión de la realidad y principio primero para la construcción del orden social, representó también la liberación del arte: más precisamente, representó la posibilidad de atribuir el estatus de arte a todas aquellas expresiones literarias o plásticas que se ocupaban del amor, de la tristeza, de la dicha y en general de los eventos de la vida de la gente común. Se le concedió al pueblo el derecho al arte.

Ahora entramos específicamente a la relación entre ciencia y poesía, dos dominios que normalmente se considerarían como opuestos irreconciliables. El científico es un hombre o una mujer dura y sería, sin tiempo para emociones, sentimientos y para nada que no entre en el riguroso reino objetivo del escudriñar la realidad. En cambio, la poeta ha de ser una persona que se desenvuelve en el reino de lo místico, en la emoción pura, en lo que no puede ser comprendido a través del estudio o el análisis empírico meticuloso y que por lo tanto existe siempre en el más-allá de la razón. Para ella, la lógica es más bien una carga y la realidad solo una fuente de inspiración. 

Así planteada la cuestión, hablar de ciencia y poesía sería un oxímoron como ningún otro: contradicción pura. Sin embargo, debe notarse que estás definiciones, aunque parezcan convencionales y aceptables, no son nada dado o incuestionable, por lo que ofrecer alternativas sería al menos legítimo. La propuesta para reconciliar ambas es como sigue: somos capaces de hacer uso del lenguaje. El hecho de que nuestro aparato fonador haya pasado a estar bajo control operante nos permite emitir sonidos suficientemente diferenciados los unos de los otros, y esos sonidos, en el uso, el aprendizaje y la cultura eventualmente se asocian con eventos que abarcan con toda la gama sensaciones que podemos percibir: veo el verde de las copas de los árboles, escucho el barullo de los autos que pasan, percibo el olor del pan recién horneado, siento el calor de quien me abraza.A esas experiencias les atribuimos imágenes, y muchas veces, por obra de la selección cultural y conductual, las estructuramos en un discurso que se utiliza para explicar y dotar de un sentido a la realidad. La selección cultural favorece las explicaciones que pareciera nos dan una forma de incidir sobre la realidad del mundo, de ya no estar desamparados frente a él. A veces las explicaciones no son precisamente buenas para la vida práctica, como cuando nos inclinamos a pensar que son las posiciones de los cuerpos celestes las que determinan nuestro actuar. Otras son mejores, como cuando se atribuye a agentes patógenos el origen de la enfermedad y ya no a la influencia de un espíritu maligno o a algún desequilibrio de los humores hipocráticos [5].

A la luz del criterio de la utilidad, lo primero sería conducta supersticiosa y lo segundo labor científica. A la luz de cualquier otro criterio ¿qué diferencia habría?: podríamos suponer cualquiera o ninguna. Aquí, postulamos que la diferencia entre el hacer poesía y el hacer ciencia, se refiere únicamente a los fines que persigue cada una, en tanto ambas son solo dos formas distintas de hablar sobre el mundo; el poetizar produce discursos de coherencia libre, a los que no se les impone cumplir con ningún criterio de coherencia o consistencia lógica, ni mucho menos el ser “representaciones fieles de la realidad” (sea lo que sea que esto quiera decir); y el racionalizar, que produce discursos de coherencia lógica formal, contrastados con observación y estudio empírico de la realidad. Para reiterar y sintetizar, la diferencia entre ellos radica en la libertad que se permite al momento de construir cada forma de hablar acerca del mundo. 

La poesía surge en el ámbito del discurso absolutamente libre. No tiene por qué obedecer reglas, ni suponer axiomas, ni formas. Pero puede avanzar en su adopción de elementos externos con miras a que comunique y diga algo sobre el mundo y la vida que sea susceptible de ser entendido y escuchado por alguien más. Algunos pueden exigirle forma, contenido, ritmo, sentido social y otros pueden no exigirle absolutamente nada. La decisión está en manos del poeta y en el decidir qué es exactamente lo que quiere comunicar o si no le interesa comunicar nada. Conforme un discurso poético va cobrando forma, estructura y coherencia interna y externa, puede llegar a ser una manera de ver el mundo compartida —con variaciones mínimas— por grupos, comunidades o naciones enteras. Entonces, las cosmovisiones de los pueblos y las doctrinas religiosas son también poéticas; a través de ellas suele explicarse el cómo y el porqué de la existencia humana, el génesis de la naturaleza, el mundo y el universo y la relación de todo esto con las deidades que componen sus respectivos panteones. 

Cuando transitamos a la racionalidad científica y conocemos de hecho la ciencia como actividad humana, nos damos cuenta de que su proceder y sus maneras de formular postulados se basan en axiomas y reglas de inferencia particulares que son consistentes con el razonamiento lógico-formal y con la contrastación sistemática de dichos postulados contra la observación empírica. Entender esto requiere familiaridad con los métodos y la filosofía de la labor científica, pero no profundizaremos en ello. Además, de cualquier modo, la diferencia propuesta entre lo científico y lo poético es meramente ilustrativa, pues en la cultura se hibridan ambas ramas de la actividades humanas de interpretación del mundo: puedo asumir que la lluvia es un fenómeno atmosférico producto de la precipitación del agua condensada en las nubes y también creer que cuando menciono la posibilidad de un evento trágico, como el sufrir un accidente de coche, debo tocar un pedazo de madera para evitar que se convierta en realidad. En la vida rara vez habrá poesía y ciencia puras.

Y aunque lo poético y lo científico son simplemente dos maneras de entender el mundo y la vida, lo que determinó la supuesta preponderancia en occidente de lo racional por encima de lo poético, estaría en que solamente el conocimiento científico nos permite dilucidar medios para actuar efectivamente sobre el medio en el que vivimos. La racionalidad “triunfó” gracias a su utilidad, pues, además de ser una forma de comprender el mundo, es útil para producir la ciencia que permitió al hombre convertirse gradualmente en “amo y señor de la naturaleza”. Si nos adentráramos todavía más en la historia del pensamiento ilustrado y moderno de occidente, tal vez nos inclinaríamos a pensar que somos cada vez más racionales y menos poéticos, que se trata de una dicotomía en donde ambas formas de entender se contraponen y se excluyen mutuamente; a fin de cuentas, para entender la epilepsia, dejamos de creer que se trataba de una señal divina para concebirla como una enfermedad producto de disparos de actividad neuronal atípica y desordenada, y para mejorar la calidad y cantidad de las cosechas dejamos de realizar rituales para agradar a la Madre Tierra, y buscamos un proveedor de tractores y fertilizantes.

El arte se transformó en la medida en que se transformaba la manera predominante que tenían las élites educadas de entender y actuar sobre el mundo. El racionalismo del Siglo de las Luces trajo consigo a la ciencia moderna como una vía para entender y conocer la realidad del mundo, más allá del “dogma y la superstición” religiosas; paralelamente, surgía la reacción romántica e irracionalista que se empeñaba en defender la existencia de un dominio de la vida que sería siempre ajeno y extraño a la comprensión racional. La secularización de la vida arroja luz sobre cómo las explicaciones poéticas fueron relegadas poco a poco hacia los recovecos más íntimos y alejados de la vida práctica, como la emocionalidad y los asuntos existenciales [6], mientras que las explicaciones científicas ahora nos explicaban la vida microscópica, la gravedad, las máquinas y la historia de la vida.

Estos esbozos tal vez dejan más claro cómo es que se construyó una contraposición entre lo científico y lo poético en tanto esferas que crecían la una a costa de la otra. Hemos asumido la hegemonía de la racionalidad. Sin embargo, si saliéramos ahora a la plaza y preguntáramos a cualquiera sobre la existencia de las buenas y malas energías, de la vida más allá de la muerte o sobre la influencia del karma en los eventos que nos suceden, no sería difícil notar que el pensamiento científico, en realidad, en la vida de todos nosotros, todos los días, es minoritario y que lo es más todavía más cuando se trata de entender los fenómenos humanos.

Aun en la academia de las ciencias sociales y las humanidades hallamos con frecuencia a quien se escandaliza cuando se sugiere la idea de que no somos sino una criatura más en el reino natural: “monos desnudos”, como dijera Desmond Morris. Todavía hoy pareciera que el entendernos a través del lente de la ciencia representara una amenaza existencial para lo poético, que desnudarnos del velo místico con el que hemos querido cubrir a nuestra naturaleza para ocultar nuestra membresía al árbol de evolución biológica fuera un atentado contra nuestra dignidad como humanos. Afortunadamente, las cosas no tienen que ser así. Entendernos mejor no nos menosprecia, ni nos degrada, sino que nos abre al mundo y al universo, pues ya no habríamos de pertenecer solamente a nuestra cultura, a nuestro país o a nuestro planeta, sino que también nos concebiríamos como parte de la historia de absolutamente todas las cosas.

La ciencia no amenaza lo poético. La imposibilidad de un significado universal y objetivo del arte no tiene ni ha tenido nunca relación alguna con su función como medio para mirar, experimentar y entender al mundo. Aun asumiendo como hechos la “estetización generalizada de la existencia”, la “explosión de la estética más allá de sus límites tradicionales” y la explicitación de la relatividad de los discursos sugeridos por cada artista en su obra, como dicen los críticos posmodernos, esto, más que representar una condena del arte a la banalidad —a la imposibilidad de poseer un significado trascendente— representa su liberación; invirtiendo el aserto de Baudrillard, no hemos sido liberados de la estética y el arte, sino que la estética y el arte han sido liberados y ahora el significado atribuido a la obra oscila entre la posibilidad de ser arte puro —l’art pour l’art— con un significado íntimo y personal que pudiera ser solo comprendido por el artista, y arte comprometido, con un sentido trascendental, que sea comunicado a una gran cantidad de personas y que nos hable sobre la vida, el futuro, el pasado y sobre todo lo que va más allá de nosotros mismos. Aquí la legitimidad de la posibilidad es lo importante. Si los extremos se niegan mutuamente el derecho a existir, el resultado es Paz lanzando un puñetazo y tachando de poeta estalinista a Neruda y Neruda llamando artepurista y traidor a Paz. El arte y la ciencia son, a final de cuentas, dos hermanas que nos enseñan a mirar la realidad.


Referencias

Baudrillard, Jean. El complot del Arte, Amorrortú, Buenos Aires, 2007

Casas, Rosario. Hegel y la «muerte» del arte. Biblioteca abierta, pp. 275-298.

Danto, Arthur. El Final del arte [En Línea], S/L, [URL] http://www.ub.edu/procol/sites/default/files/EL-FINAL-DEL-ARTE-Por-Arthur-Danto.pdf

Duby, Georges. Art et societé au Moyen Âge, Points, París, 1997.

Gianni, Vattimo. El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona, 1987

Givone, Sergio. Historia de la Estética, Tecnos, Madrir, 2001

Goodman, Nelson. Los Lenguajes del Arte, Seix Barral, Barcelona, 1976

Lifschitz, Michail. La filosofía del arte de Karl Marx, Siglo XXI, Buenos Aires, 1981.

Taine, Hippolythe Adolphe. La naturaleza de la obra de arte, Grijalbo, México, 1969.

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Una versión preliminar de este artículo fue publicada en la Revista Afluente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Disponible en: https://issuu.com/afluenterevista/docs/afluente_frente_al_arte_5_ciid

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* Isaac Vázquez es politólogo y psicólogo científico. Es presidente y cofundador de BPP A.C.


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Notas


[1] “Una sociedad basada en la ciega lucha de intereses egoístas, una sociedad cuyo desarrollo está sujeto únicamente a la «presión de las carencias» —el «reino de la necesidad» como lo llamo Schiller — no puede servir como suelo para un productividad artística auténtica” en Michail Lifschitz. La filosofía del arte de Karl Marx, Siglo XXI, Buenos Aires, 1981, pp. 16-17
[2] “Warhol nos liberó de la estética y el arte… Warhol fue quien más lejos llegó en la aniquilación del sujeto del arte, del artista, en la desinvestidura del acto creador […]” en Jean Baudrillard, El complot del Arte, Amorrortú, Buenos Aires, 2007, p.77
[3] Al tratarse de teóricos posmodernos resulta extraño que en el fondo de su argumentación parezca hallarse una perspectiva tan esencialista y relativamente simple. Esto particularmente en el caso de Baudrillard.
[4] Para un estudio detallado acerca del arte y su papel en la sociedad de la edad media, véase Georges Duby, Art et societé au Moyen Âge, París, Points, 1997
[5] Explicar lo que nos hace suponer esta necesidad psicológica de comprensión lógica y amparo amerita una explicación más detallada. Sin embargo, no podemos permitirnos darla ya que excedería los límites de este espacio.
[6] La tesis principal del ensayo El Arte de la Novela de Milan Kundera versa sobre algo similar. Para él la novela se ha encargado de explorar los grandes temas existenciales que según Heidegger y Husserl habían sido dejados de lado por la filosofía occidental a partir de Descartes.

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