Entender y abordar la pobreza energética con la economía del comportamiento


Por Redacción de Behavior & Economics  | Publicado por Jorge Guzmán* (@JorgeGuzman_)

Más de 50 millones de hogares de los países de la Unión Europea experimentan condiciones de pobreza energética. Es decir, viven bajo escasez de alguna o varias de las características básicas de la vida corriente. Por ejemplo, la falta de calefacción o de energía eléctrica es más común de lo que pensamos.

Estos servicios son esenciales para satisfacer necesidades humanas básicas y garantizar un standard decente de vida y salud. También sirven para superar la segregación social e incrementar las percepciones de agencialidad (agency, sentido de control sobre la propia vida, percepción de ser capaz de influir con acciones propias sobre la vida propia).

Las personas que viven bajo pobreza energética suelen ser consumidores vulnerables, con ingresos bajos. También puede ser que se enfrentan a precios altos y/o viven en casas ineficientes desde el punto de vista energético. Vivir en estas condiciones conlleva consecuencias adversas tanto para salud física como para el bienestar.

Un ejemplo en el primero caso serían los problemas respiratorios. En el segundo caso, hablamos del riesgo de problemas de salud mental. Por ejemplo, el estrés asociado a la incapacidad de pagar las facturas es un factor de riesgo a tener en cuenta.

Por tanto, atender la pobreza energética puede dar lugar a una reducción de los gastos en salud tanto individuales como gubernamentales. Asimismo, con ello se garantizan resultados más positivos para los hogares vulnerables en términos de confort, bienestar y ahorro.

Existen diversas iniciativas (leyes y políticas) para atender la pobreza energética, así como un creciente interés para estudiarla. No obstante, hay pocos estudios orientados a captar de manera holística la variedad de factores relacionados directamente con este problema.

Las medidas hasta ahora adoptadas se basan en intervenciones financieras, apoyando monetariamente a los hogares vulnerables. También se toman medidas de protección del consumidor para prevenir el riesgo de desconexión de los servicios energéticos debido al impago de facturas. Otros apoyos son la aplicación de medidas de eficiencia energética.

La única medida enfocada en el comportamiento humano es la de procurar información sobre comportamientos o decisiones adecuadas. Por ejemplo, conocer las mejores alternativas en materia de servicios energéticos es información valiosa. Aprender a sopesar estas alternativas también. El problema es que, como ya hemos ido contando en varios artículos de este blog, se parte de la perspectiva de una racionalidad constantemente presente en nuestro comportamiento. La realidad es que la racionalidad está presente, pero no constante.

Por lo tanto, la atención se ha enfocado predominantemente en la eficiencia (para ahorrar), en los precios y los ingresos. No es nada raro, dado que la pobreza se asocia comúnmente e intuitivamente con la escasez de dinero. No obstante, el comportamiento humano y, especialmente, en materia de toma de decisiones, tiene mucho que decir. Si las visiones económicas tradicionales fallan, la economía conductual nos echa una mano (o más bien varias). En el caso que nos ocupa, aporta hallazgos clave en cuanto a la toma de decisiones bajo condiciones de escasez.

¿Podemos crear una política de ahorro partiendo de la idea de que las personas analizan racionalmente lo que pueden gastar y ahorrar en función de sus ingresos reales? Podemos. ¿Pero sirve de algo?

El contexto contiene multitud de estímulos y condiciones que facilitan la irracionalidad en la toma de decisiones. Lo que llamamos irracionalidad no es más que funcionar en modo automático, intuitivo, algo evolutivamente útil. No obstante, el riesgo asociado a ello es actuar en base a sesgos y sufrir de consecuencias probablemente desagradables.

En situaciones de carga cognitiva (p. ej. multiplicar 123 por 14) es más probable tomar decisiones poco eficaces y sesgadas. Además de esta, hay muchos otros factores que impactan en la capacidad cognitiva. Estrés, cansancio, privación de sueño o escuchar música (en paralelo a la toma de decisiones) son algunos de ellos.

Las situaciones de escasez o pobreza también son factores situacionales que cobran recursos cognitivos. En estas situaciones, las personan experimentan una brecha entre sus necesidades y la disponibilidad de recursos para cubrirlas. Se ha observado que, cuando esto ocurre, quedan pocos recursos cognitivos disponibles para tomar decisiones óptimas.

Las personas en situación de escasez piensan mucho en cómo compensar esa situación. Básicamente, muchos recursos cognitivos se dedican a la preocupación y a la búsqueda de soluciones para corregir la situación de pobreza. Si a ello se suman el estrés crónico, bajo apoyo social y relaciones inestables, poca energía mental queda disponible para decisiones de calidad.

La teoría de la elección racional nos habla de sesgos a los que las decisiones y comportamientos humanos están expuestos. Deciamos que estar en condiciones de pobreza conlleva mayor gasto de recursos cognitivos.Por lo tanto, las personas encontradas en esta situación están más predispuestas a tomar decisiones sesgadas. No hay sesgos específicos de las condiciones de pobreza energética. En cambio, el estado de escasez sí predispone más a algunos sesgos que a otros.

La aversión a la pérdida provoca que las pérdidas se perciban cómo más dolorosas que una ganancia de la misma magnitud. Hace que nos arriesguemos más ante el peligro de pérdida que ante la posibilidad de ganancia en situaciones de incertidumbre. Se observa cuando las opciones a elegir se presentan en términos de pérdida y no de ganancia (efecto del encuadre).

Esta sensibilidad a las pérdidas y la evaluación del riesgo pueden ser moldeadas por factores situacionales. Las personas bajo estrés agudo, como las que están en situación de escasez, corren más riesgos ante la posibilidad de una pérdida. El gran deseo de disminuir la probabilidad de enfrentar más consecuencias negativas hace que se arriesguen más y no evalúan las opciones racionalmente.

Como ejemplo, los individuos podrían elegir tecnologías energéticamente ineficientes. Supongamos que comprar una estufa eléctrica sale mucho más barato que comprar una por gas. No obstante, el consumo que requiere cada una de ellas para calentar la casa, así como el coste de la unidad de consumo, tienen una relación invertida. La mera presentación de precios hace que pensar que la más cara nos provoca una pérdida de dinero. Si se nos ofrece (o recogemos) más información al respecto y en términos de ahorro, es más probable la compra de la más eficiente.

Por tanto, la falta de recursos cognitivos disponibles para analizar la situación puede provocar que la aversión a la perdida tome el poder. Enfocarse en la pérdida actual provocada por el precio mayor, hará que compremos la menos eficiente y más barata. Consecuentemente, habrá mayor riesgo para nuestra economía a largo plazo.

Esta diferenciación temporal —pérdida actual vs. ganancia futura— nos lleva otro sesgo clave: el sesgo del presente. A menudo nos enfocamos en objetivos a corto plazo y descartamos los objetivos a largo plazo. Por ello, elegimos beneficios rápidos en el tiempo, aunque estén disponibles beneficios mayores pero distantes en el tiempo. Esto último se conoce como la demora de la gratificación.

En términos económicos, ser capaz de demorar las gratificaciones está muy relacionado con los ingresos y la calidad de vida futura. No es una habilidad innata, sino que está moldeada por factores sociales y económicos. Tener altos ingresos, vivir en un ambiente de confianza o percibir una estabilidad económica son condiciones que promueven la demora de la gratificación.

En cambio, las personas que viven en condiciones de escasez muestran preferencia por beneficios inmediatos. El sesgo del presente dificulta la demora de la gratificación. Si no somos capaces de demorar la gratificación, es poco probable que elijamos beneficios mayores, aunque futuros. Si se eligen pequeños beneficios a corto plazo, es poco probable poder corregir la situación de escasez. Todas estas variables pueden dar lugar, por ejemplo, a la incapacidad de ahorrar o a pedir demasiado dinero prestado.

Las normas sociales también afectan a las decisiones que tomamos. Dicho de otro modo, lo que otros hacen afecta a lo que decidimos hacer. Copiar el comportamiento de los demás ahorra recursos cognitivos. Por eso, las normas sociales sirven de heurísticos, son rutas cortas pero poderosas para tomar decisiones.

En este caso se hacen relevantes los comportamientos de ahorro energético o la tecnología energética elegida. Si la norma social es ahorrar energía (p. ej., para disminuir el impacto ambiental negativo), se facilitan conductas de ahorro. Asimismo, si la norma es invertir en paneles solares, se facilita la elección de mayores beneficios a largo plazo. Y, claramente, los comportamientos normalizados que acaban en un mayor riesgo de pobreza o exclusión, también se copian.

La economía conductual permite describir el comportamiento individual de una manera más realista. Esto es así, dado que reconoce la influencia sistemática del contexto y de los sesgos cognitivos en las decisiones. Los responsables políticos también pueden aprovecharlos para abordar los factores de comportamiento de la pobreza energética, como la capacidad de gestionar las facturas de energía, consumir energía y adoptar medidas de eficiencia energética.

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Texto publicado originalmente en el blog de Behavior & Economics bajo el título «Pobreza energética: el comportamiento y las decisiones de los afectados importan.».

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* Jorge Guzmán (@JorgeGuzman_) es politólogo y publiadministrativista por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Es Coordinador General de Proyectos en BPP A.C.

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