¿Por qué obligar a usar tapabocas es insuficiente?


Por Alex Horenstein* y Konrad Grabiszewski** Traducción por Jorge Guzmán*** (@JorgeGuzman_).

Las personas que utilizan mascarillas pueden correr riesgos adicionales sin saberlo. La política pública debe tomarlo en cuenta.
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Los gobiernos de todo el mundo están tratando de contener la propagación del coronavirus. Hacer obligatorio el empleo de cubrebocas es una política que ha ganado la aprobación de muchos gobiernos nacionales y de autoridades estatales en los Estados Unidos.

Sin embargo, cualquier política que intente modificar el comportamiento de las personas -en este caso, convertir el llevar una mascarilla en una nueva norma- debe tener en cuenta los cambios conductuales no deseados que pueden provocar. Como economistas del comportamiento, sabemos que sin tal consideración, la política está destinada a ser menos efectiva de lo previsto.

Aquí hay dos modificaciones conductuales a las que hay que prestar atención a medida que el uso del tapabocas se vuelva más común.

Llevando cubrebocas, no se lavan las manos

Cuando las cosas se tornan más seguras, la gente ajusta su comportamiento y actúa más imprudentemente. Este fenómeno, llamado el efecto Peltzman, ha sido documentado en áreas tan diversas como la conducción, los deportes y los mercados financieros, así como en la prevención de sobredosis y embarazos.

El mecanismo es siempre el mismo: una medida de seguridad (un cinturón de seguridad en el caso de la conducción o un rescate del gobierno en el caso de la inversión) permite al receptor asumir más riesgos (conducir más rápido o invertir en instrumentos más comprometidos). Al final, la conducta se vuelve menos responsable. De hecho, una medida de seguridad puede hacer que la actividad sea más peligrosa.

Es fácil imaginar cómo podría ser el caso de la COVID-19 y las mascarillas. De hecho, acudir a los espacios públicos es una práctica que implica la posibilidad de infectarse. Una máscara facial es una medida de seguridad que pretende disminuir la probabilidad de contagio.

Pero el efecto Peltzman tendrá un efecto perjudicial en esa posibilidad: cuando la gente se siente más protegida gracias a una máscara facial, se relaja en las demás formas de prevención, como lavarse cuidadosamente las manos o mantener la sana distancia. En el peor de los escenarios, el riesgo de contraer el virus podría aumentar.

La ciencia del comportamiento sugiere, entonces, que la obligatoriedad de usar tapabocas debe ir acompañada de políticas que mantengan, e incluso refuercen, otras formas de prevención. En particular, es importante educar al público de que, por sí sola, un tapabocas no va a prevenir la COVID-19 si las personas se olvidan de prácticas como la sana distancia y el lavado de manos.

Podríamos imaginarnos una política que haga obligatorio no sólo los cubrebocas sino también el alcohol-gel desinfectante. La educación en materia de salud pública puede trabajar para convertir las mascarillas obligatorias en recordatorios visuales para lavarse las manos con frecuencia.

Llevando cubrebocas, no se quedan en casa

El efecto Peltzman no describe completamente cómo las medidas de seguridad cambian el comportamiento de las personas.

En nuestra investigación, descubrimos otro fenómeno: las medidas de seguridad fomentan la participación de quienes, sin estas disposiciones, considerarían que la actividad es demasiado peligrosa para ellas.

Por ejemplo, la mayoría de la gente no se atrevería a unirse a una carrera de NASCAR o a invertir su dinero en complejas operaciones financieras. Estas actividades son demasiado arriesgadas. Sin embargo, podría cambiar de opinión si está acompañado por un piloto profesional de NASCAR, lo que hace que la carrera sea menos peligrosa, o si se le asegura un rescate del gobierno, lo que hace que invertir sea menos riesgoso. La medida de seguridad se convierte en una invitación a participar.

En el caso de la pandemia de COVID-19, este fenómeno se traduce en el siguiente problema. Equipados con mascarillas y una engañosa sensación de seguridad, quienes de otra manera deberían quedarse en casa, especialmente las personas mayores y aquellas con enfermedades preexistentes, salen a la calle. En comparación con la seguridad del hogar, estarían expuestos a un mayor riesgo de contagio.

La solución a esto exige que la comunicación de la sanidad pública camine por una línea delgada. La exigencia de utilizar tapabocas debe ir acompañada de la instrucción de que tales productos son una protección insuficiente contra la COVID-19. Las máscaras faciales varían mucho en su eficiencia de filtración. Salir de casa con una de estas no significa que la probabilidad de infección se haya reducido a cero. Es de suma importancia informar a las personas con mayor riesgo de contraer la enfermedad causada por el nuevo coronavirus.

Si los gobiernos deben hacer obligatorias la utilización de mascarillas es una cuestión de ciencia médica y voluntad política, a la que ni siquiera tratamos de contestar. Pero la investigación en economía del comportamiento anticipa las complejas formas en que la gente puede responder a tal política, y sugerimos algunas maneras de abordarlas.

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Texto publicado originalmente The Conversation y recuperado en Fast Company, bajo el título: «Why making masks mandatory isn’t enough».

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Alex Horenstein es profesor asistente de economía en la Universidad de Miami.

** Konrad Grabiszewski es profesor asociado de economía en el Prince Mohammad Bin Salman College of Business & Entrepreneurship. 

*** Jorge Guzmán (@JorgeGuzman_) es politólogo y publiadministrativista por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Es Coordinador General de Proyectos en BPP A.C.

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