La pandemia ha evaporado categorías enteras de amistad


Por Amanda Mull* (@amandamull) | Traducción por BPP Staff

Hace unos meses, cuando millones de estadounidenses veían la serie de Netflix Emily in Paris porque era lo que nos había tocado esa semana, puse en marcha el primer episodio y me asaltó casi de inmediato un intenso anhelo. No por los viajes, ni por las oportunidades de llevar ropa bonita -dos puntos álgidos comúnmente citados en una serie por lo demás sin encanto- sino por los deportes. Específicamente, ver deportes en un bar repleto, que es lo que el novio de la protagonista está haciendo cuando el espectador lo conoce.

La escena es fugaz, y también bastante mala. No se acerca a captar la intensidad sudorosa de una horda de aficionados nerviosos, dispuestos a abrazarse en la alegría colectiva o a beber en la desesperación. Lo sé porque soy, a veces por desgracia, una persona que ha pasado una buena parte de su vida social adulta viendo deportes en bares, tanto con mis más cercanas amistades como con unos 500 acompañantes en el bar de Nueva York que acoge a ex estudiantes expatriados de la Universidad de Georgia durante la temporada de fútbol universitario.

Durante la pandemia, he podido mantener, en un televisor exterior, la posibilidad de ver un partido con un par de mis amistades más cercanas, lo cual es un bálsamo. Pero la otra experiencia -la que Emily en París intentaba retratar- se ha perdido por completo. Al darme cuenta de todas las formas en las que el programa malinterpretaba sus alegrías, me di cuenta de lo mucho que lo echaba de menos, y sobre todo de lo mucho que extrañaba a toda esa gente a la que sólo conozco a medias. De las docenas de personas aficionadas y personal del bar a las que saludaba con un abrazo un sábado normal de otoño, sólo sigo a un puñado de ellas en las redes sociales; de la mayoría restante, sólo sé su nombre de pila, si acaso. Pero muchos me reconfortaron a través de una decepción mutua y profunda, o me rociaron con champán en señal de júbilo.

En las semanas siguientes, pensé con frecuencia en otras personas a las que había echado de menos sin darme cuenta. Buenas amistades con las que casi siempre había hecho cosas que ya no eran posibles, como visitar conjuntamente nuevos restaurantes. Colegas de trabajo a quienes no conocía bien pero con los que charlaba en la cocina común. Personal de las cafeterías o tiendas de bocadillos locales que ya no podían entretenerse en charlar. La profundidad e intensidad de estas relaciones variaba mucho, pero todas estas personas eran, en cierta medida, como mis amistades, y tampoco había nada que las sustituyera durante la pandemia. Herramientas como Zoom y FaceTime, útiles para mantener relaciones más estrechas, no podían recrear la facilidad de la serendipia social, ni devolver las actividades que nos unían.

Es comprensible que gran parte de la energía dirigida a los problemas de la vida social de la pandemia se haya gastado en mantener a la gente atada a sus familias y amistades más cercanas. Estas otras relaciones se han marchitado en gran medida tras el cierre de los lugares que las acogían. La pandemia ha evaporado categorías enteras de amistad y, al hacerlo, ha mermado las alegrías que conforman la vida humana y que favorecen la salud humana. Pero esto presenta una oportunidad. En los próximos meses, cuando empecemos a incorporar personas a nuestras vidas, sabremos lo que es estar sin ellas.

La cultura estadounidense no tiene muchas palabras para describir los diferentes niveles o tipos de amistad, pero para nuestros propósitos, la sociología sí proporciona un concepto útil: los lazos débiles. El término fue acuñado en 1973 por el sociólogo de Stanford Mark Granovetter, y comprende a las personas conocidas, a las que se ve con poca frecuencia, y a las casi desconocidas con las que se comparte cierta familiaridad. Son las personas que se encuentran en la periferia de tu vida: el chico que siempre está en el gimnasio a la misma hora que tú, el camarero que empieza a hacer tu pedido habitual mientras tú sigues al final de la cola, el compañero de trabajo de otro departamento con el que charlas en el ascensor. También son personas con las que quizá nunca te hayas cruzado directamente, pero con las que compartes algo importante en común: vas a los mismos conciertos, o vives en el mismo barrio y frecuentas los mismos negocios locales. Puede que no consideres a todos tus lazos débiles como una amistad, al menos en el uso común de la palabra, pero a menudo son personas con las que tienes una relación amistosa. La mayoría de la gente está familiarizada con la idea de un círculo interno; Granovetter postula que también tenemos un círculo externo, vital para nuestra salud social a su manera.

Durante el último año, a menudo he tenido la sensación de que la pandemia ha llegado a todos mis vínculos, excepto a los más cercanos. Hay personas en la periferia de mi vida para las que el concepto de "mantenerse al día" no tiene mucho sentido, pero también hay muchas amistades y personas conocidas, con las que teóricamente podría salir al aire libre o verlas por videochat, pero con las que esas herramientas simplemente no se sienten bien. En mi vida, esta percepción parece ser en gran medida mutua: no rechazo las invitaciones de estas personas para ponerse al día con el Zoom y pasear por el parque. En cambio, nuestro afecto mutuo está en un periodo de animación suspendida, junto con las cenas en el interior y los viajes internacionales. A veces respondemos a las historias de Instagram del otro.

Ninguno de los expertos con los que hablé tenía un buen término para esta especie de término medio -los puntos más débiles del círculo interno propuesto por Granovetter y el más fuerte de los lazos débiles-, excepto el general. "Amistad es una palabra muy promiscua", me dijo William Rawlins, profesor de comunicación de la Universidad de Ohio que estudia la amistad. "¿Tenemos una palabra para este conjunto de amistades que no son íntimas? No estoy seguro de que la tengamos, y no estoy seguro de que debamos tenerla".

El grado de separación de las personas de sus vínculos moderados y débiles durante la pandemia varía en función de su ubicación, su empleo y su disposición a ponerse en riesgo a sí mismos y a las demás. Pero incluso en los lugares donde es posible hacer ejercicio en los gimnasios y comer dentro de los restaurantes, muchas menos personas participan en estas actividades, lo que cambia la experiencia social tanto de clientes como del personal. E incluso si tu trabajo requiere que entres a trabajar, es probable que tú y tus colegas sigan algún tipo de protocolo destinado a reducir la interacción. Las mascarillas, aunque necesarias, hacen que no puedas distinguir cuando la gente te sonríe.

A veces, las amistades se distinguen por la forma en que nos conocimos o por las cosas que hacemos juntos -amistades del trabajo, ex colegas de la universidad o de la liga de softbol-, pero todas son amistades, y Rawlins cree que eso es lo mejor. "Vivir bien no es un retiro enclaustrado con unas pocas", me dijo. "El modo en que se crean los mundos es compartiendo con la gente y reconociéndose mutuamente". Hay muchos tipos de relaciones importantes, dice, y la humanidad no prospera sólo con las amistades íntimas.

Esta constatación, nueva para mí, es también algo nuevo en la comprensión general del comportamiento humano. Durante mucho tiempo se pensó que las relaciones estrechas eran el componente esencial del bienestar social de los seres humanos, pero la investigación de Granovetter le llevó a una conclusión que en su momento fue innovadora y que, para mucha gente, sigue siendo contraintuitiva: las amistades ocasionales y los conocidos pueden ser tan importantes para el bienestar como la familia, la pareja y las amistades más íntimas. En su estudio inicial, por ejemplo, descubrió que la mayoría de las personas que conseguían nuevos empleos gracias a las conexiones sociales lo hacían a través de personas de la periferia de sus vidas, no de relaciones cercanas.

Algunas de las consecuencias más evidentes de nuestra prolongada pausa social podrían tener lugar en el ámbito profesional. Empecé a escuchar estas preocupaciones hace meses, mientras escribía un artículo sobre cómo el trabajo desde casa afecta a las carreras de las personas. Según los expertos con los que hablé, la pérdida de las interacciones sociales incidentales y repetidas que fomentan los lugares de trabajo físicos puede dificultar especialmente a las personas jóvenes y a las recién contratadas el establecerse dentro de la compleja jerarquía social de un lugar de trabajo. Perderlas puede dificultar el progreso en el trabajo en general, el acceso a las oportunidades de desarrollo y el reconocimiento de las contribuciones. (Al fin y al cabo, nadie puede verte ni ver lo que haces). Este tipo de contratiempos al principio de la vida profesional pueden ser especialmente devastadores, porque las pérdidas tienden a agravarse: si te quedas atrás nada más empezar, es más probable que te quedes ahí.

La pérdida de estas interacciones puede hacer que las realidades cotidianas del trabajo sean más frustrantes, y puede deshacer las relaciones que antes eran agradables. En un estudio reciente, Andrew Guydish, candidato a doctor en psicología de la Universidad de Santa Cruz, analizó los efectos de lo que denomina reciprocidad conversacional, es decir, cuánto habla cada uno de los participantes en una conversación mientras uno dirige al otro para completar una tarea. Descubrió que en estas situaciones -que a menudo surgen entre el personal directivo y el laboral- las parejas de personas tendían a utilizar el tiempo no estructurado, si estaba disponible, para equilibrar la interacción. Cuando esto ocurría, ambas personas decían sentirse más felices y satisfechas después.

Ahora a Guydish le preocupa que la reciprocidad se haya perdido en gran medida. "Las llamadas por Zoom suelen tener un objetivo muy definido, y con ese objetivo vienen unas expectativas definidas en cuanto a quién va a hablar", me dijo. "Otras personas se quedan sentadas y no tienen la oportunidad de dar su opinión. Eso deja a todo el mundo con esta abrumadora sensación de casi aislamiento, en cierto modo".

Esta pérdida de reciprocidad se ha extendido a la vida no digital. Por ejemplo, las charlas amistosas entre clientes y repartidores, camareros u otro tipo de trabajadores de servicios son más raras en un mundo de entregas sin contacto y recogida en la acera. En tiempos normales, esos breves encuentros suelen ser buenos para las propinas y las reseñas de Yelp, y dan a las interacciones, por lo demás rutinarias, una textura más agradable y humana para ambas partes. Si se elimina la humanidad, sólo queda la transacción.

Los efectos psicológicos de la pérdida de todos los vínculos, salvo los más estrechos, pueden ser profundos. Las conexiones periféricas nos unen al mundo en general; sin ellas, las personas se hunden en la monotonía de las redes cerradas. La interacción periódica con personas ajenas a nuestro círculo íntimo "nos hace sentir más parte de una comunidad o de algo más grande", me dijo Gillian Sandstrom, psicóloga social de la Universidad de Essex. Las personas que se encuentran en la periferia de nuestras vidas nos presentan nuevas ideas, nueva información, nuevas oportunidades y otras personas nuevas. Si la variedad es la sal de la vida, estas relaciones son el conducto para ello.

La pérdida de estas interacciones puede ser una de las razones del crecimiento de las teorías conspirativas en Internet en el último año y, especialmente, del aumento de grupos como QAnon. Pero aunque las comunidades online de todo tipo pueden aportar algunos de los beneficios psicológicos de conocer gente nueva y hacer amistad en el mundo real, la cámara de eco del conspiracionismo es una fuente más de aislamiento. "Hay muchas investigaciones que demuestran que cuando hablas sólo con gente que es como tú, en realidad hace que tus opiniones se alejen aún más de otros grupos", explicó Sandstrom. "Así es como funcionan las sectas. Así funcionan los grupos terroristas".

La mayoría de la ciudadanía estadounidense estaba particularmente mal preparada para la repentina pérdida de sus débiles lazos. La importancia de la amistad en general, y sobre todo de las amistades de fuerza débil o moderada, suele minimizarse en la cultura del país, mientras que se supone que la familia y las parejas sentimentales son lo más importante.

Las ramificaciones físicas del aislamiento también están bien documentadas. Julianne Holt-Lunstad, psicóloga y neurocientífica de la Universidad Brigham Young, ha descubierto que el aislamiento social aumenta el riesgo de muerte prematura por cualquier causa en casi un 30%. "Las pruebas científicas sugieren que necesitamos diversos tipos de relaciones en nuestras vidas, y que diferentes tipos de relaciones o roles sociales pueden satisfacer diferentes tipos de necesidades", me dijo. La gente mantiene la higiene, toma su medicación e intenta mantenerse firme, al menos en parte, porque esos comportamientos son socialmente necesarios y su repetición es recompensada. Si se eliminan esos incentivos, algunas personas caen en la desesperación, incapaces de realizar algunas de las tareas cruciales de estar vivo. En las personas con riesgo de enfermar, la falta de interacción puede hacer que los síntomas pasen desapercibidos y que no se tomen medidas para la atención médica. Los seres humanos están destinados a estar con los demás, y cuando no lo estamos, la decadencia se nota en nuestros cuerpos.

Es posible que las pequeñas alegrías de encontrarse con una antigua colaboradora o de charlar con el camarero del bar local no sean lo primero en lo que se piensa cuando se imagina el valor de la amistad; las imágenes de celebraciones y comodidades más intencionadas, como las fiestas de cumpleaños y las noches de cine, pueden venir a la mente más fácilmente. Pero Rawlins afirma que ambos tipos de interacciones responden a nuestro deseo fundamental de ser conocidos y percibidos, de que nuestra propia humanidad se refleje en nosotros. "Una cultura sólo es humana en la medida en que sus integrantes se confirman mutuamente", afirma, parafraseando al filósofo Martin Buber. "Las personas que vemos en cualquier número de actividades cotidianas a las que decimos: Hola, ¿qué tal? Eso es una afirmación de los demás, y esta es una parte integral de nuestro mundo que creo que se ha detenido, en gran medida, en su camino".

Rawlins describe el estado de la vida social estadounidense como un barómetro de todo lo que ocurre en el país. "Nuestra capacidad -y las posibilidades- de amistad son realmente una especie de medida de la libertad real que tenemos en nuestras vidas en cualquier momento", me dijo. La amistad, dice, tiene que ver con la elección y el acuerdo mutuo, y la amplia capacidad de perseguir y navegar por esas relaciones como se considere oportuno es un indicador de la capacidad de autodeterminación en general. La soledad y el aislamiento social generalizados, por el contrario, suelen ser indicativos de algún tipo de podredumbre mayor dentro de una sociedad. En Estados Unidos, el aislamiento se había instalado en muchas personas mucho antes de la pandemia, lo que lo convierte en uno de los muchos problemas del país, tanto exacerbado como iluminado por el extenso desastre.

En algunos sentidos, eso significa que hay motivos para el optimismo. A medida que más estadounidenses se vacunen en los próximos meses, más personas podrán volver con confianza a más tipos de interacciones. Si el mejor análogo histórico del brote de coronavirus es la pandemia de gripe de 1918, los locos años 20 sugieren que nos daremos el gusto de celebrar algunas fiestas salvajes. En cualquier caso, Rawlins duda de que muchos de los vínculos moderados y débiles con los que la gente perdió el contacto el año pasado se sientan dolidos por no haber recibido muchos mensajes de control. En su mayoría, predice, la gente se alegrará de volver a verse.

Todas las personas investigadoras con las que hablé tenían la esperanza de que esta pausa prolongada permitiera a la gente comprender mejor lo vitales que son las amistades de todo tipo para nuestro bienestar, y cómo todas las personas que nos rodean contribuyen a nuestras vidas, incluso si ocupan puestos que la cultura del país no respeta demasiado, como los trabajadores de los servicios o los dependientes de las tiendas. "Mi esperanza es que la gente se dé cuenta de que hay más personas en sus redes sociales que importan y aportan algún tipo de valor que sólo esas pocas personas con las que pasas el tiempo, y con las que probablemente has conseguido mantenerte al día durante el descanso", dijo Sandstrom. Estados Unidos, incluso antes de la pandemia, era un país solitario. No tiene por qué serlo. El fin de nuestro aislamiento podría ser el comienzo de algunas hermosas amistades.

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Publicado originalmente en la revista The Atlantic bajo el título "The Pandemic Has Erased Entire Categories of Friendship".

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* Amanda Mull (@amandamull) es redactora de The Atlantic.

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